Aprovechando que Tom Waits viene por estas tierras, os dejo el artículo que publicó Víctor Obiols en el suplemento cultural de La Vanguardia.
Cuando se publicaron las memorias de Pablo Neruda, "Confieso que he vivido",una gloria local, con tendencia a la dipsomanía y al ingenio fácil pero estupendo, expresó su deseo de publicar algún día las suyas: Confieso que he bebido. Ignoro si tiene intención de cumplir con su promesa, pero aguardamos impacientes. Waits sigue al pie de las teclas, o sea que el piano que bebía (The piano has been drinking,del álbum Small change),sigue viviendo por persona interpuesta. Es necesario creerse a fondo poeta/ cantor/ intérprete (dicho en vulgar, cantautor), para enzarzarse a gusto en el negocio de la farándula sin morir en el intento. Cuestión de fe y oficio. Es cierto que el espectro es amplio, y Tom Waits ocupa un espacio y una etiqueta singular, no por tópicos - y atípicos- menos difíciles: el poeta beodo de piano-bar, el bohemio gamberro, el cantante - más cantaor que cantante- que desgrana en clave poética las duras lecciones de la noche y las vicisitudes del malvivir consuetudinario. La sombra del malditismo romántico es alargada ¿Hay que dejar aparte la cuestión de la apariencia? La construcción de una imagen es vital para un artista del espectáculo, y lo más cómodo es hacerla coincidir con la realidad.
Cierto es que hay malabaristas que, no sin fortuna, han flirteado con el abismo sin considerable estropicio. Pero también hay quien se la forja siendo en su vida cotidiana alguien bien distinto. No estoy sugiriendo que Tom Waits haga dos horas diarias de fitness,dieta macrobiótica y que milite en la liga antitabaco, pero, a estas alturas, si algún día se despacharan con semejante noticia, tampoco me sorprendería. ¿Menguaría esto un ápice la sabrosa contundencia de su propuesta? No para mí. El objeto artístico -canción en acción- ahí está, y aquí sí que importa que la mona sepa vestirse de seda, menospreciando sus monerías identitarias. El yo se cuelga en la percha del camerino, y en escena no tiene que haber trampa ni cartón, ese es el reto. Un hombre con tamaña producción no puede ser un paciente con trastorno mental grave ni tan solo un alcohólico en tratamiento. La historia de las artes en general, y la de la poesía y la música en particular, está plagada de genios con adicciones varias, y ritmos de producción generosos. Tom Waits da la impresión de ser un desestructurado sentimental, un individuo con carencias afectivas, problemas con las mujeres, conflictos de sociabilidad, vacíos de soledad, ¿o eso es sólo lo que indican sus canciones? Madame Bovary era Flaubert, pero no sé si Shakespeare era todos sus personajes. Sin embargo, si asumimos como verdadera dicha desestructura, para un poeta/cantor/creador nacido en Estados Unidos, es el territorio y sus culturas quien le proporciona, precisamente, una portentosa estructura, que va de las baladas irlandesas a los blues de los campos de algodón, de los himnos protestantes a los ritmos de Nueva Orleans, de las canciones de cabaret alemán de los años treinta escuchadas en vinilo al rocanrol de los cincuenta, sin olvidar el country, el barrelhouse, el swing, el boogaloo, el zydeco, la experimentación sonora vanguardista aprendida de Cage y la música de circo y variedades de los road-shows o las astracanadas del Grand Guignol importadas del París finisecular.
Y en lo que se refiere a su formación poética, sería económico reducirla a la beat generation, o a Whitman. Su panoplia, restringida pero segura, no necesita tirar de Coleridge. Está la vida. Ahí aparece el brujo catalizador, de lenguaje de calle rebozado con dosis homeopáticas de surrealismo y potentes metáforas aplicadas a la sociología o a los asuntos del corazón. Y a fe que lo cuadra. Una detrás de otra. Su producción lo avala. Es innegable que la pericia imprescindible la pone él, y uno tiene que quitarse el sombrero, pero lo que le da su tradición es considerable. Su aventura con William Burroughs y Bob Wilson, por poner un ejemplo, es una obra maestra, y es en un encargo justamente donde más se demuestra el oficio. Adaptarse a una determinada poética sin perder la propia. Waits es un mago de la escenificación sonora. Un cuentacuentos para adultos que utiliza tanto la estrofa cuaternaria del blues como la letanía o incluso la perorata, aderezada de patetismo, lírico, épico o dramático, según dicte el guión. Y es capaz de fabricar hits,que han cantado, como nos recuerdan Alberto Manzano y Jordi Costa en el prólogo a sus excelentes traducciones pioneras de la obra de Waits, artistas tan dispares como Bruce Springsteen, Marianne Faithfull, Eagles, Paul Young o Rickie Lee Jones (a la sazón compañera sentimental de Waits).
El cantautor de Pomona se mueve cómodamente entre géneros. Muchas de sus canciones son micronovelas con sonsonete de fondo, y generalmente pone como prioridad la textura por encima de la melodía. Pero en su interpretación vocal única las palabras de sus canciones, especialmente las baladas, parecen cinceladas en mármol. Como suele ocurrir casi siempre, una letra de canción despojada de la música y la interpretación vocal queda amputada. Es posible el análisis literario, pero no está claro que sea lo más aconsejable. Podemos compararlo a la lectura de una pieza teatral, o de una partitura: son simples indicaciones, incompletas, cojas, carentes de su otra mitad: la actualización que supone la interpretación en vivo. De todas formas, la inspección reiterada de un corpus cancionístico no deja de ser una actividad instructiva. Exageraría si afirmara que en su evolución como letrista Tom Waits ha seguido la senda de Juan Ramón Jiménez, la depuración progresiva hacia la poesía desnuda, pero es indudable la estilización a la que ha sometido su escritura. Ello no ha supuesto una merma en lo que se refiere al carácter de su universo poético, que ocupa un territorio indiscutible: la imaginación también produce según unas reglas, hasta cierto punto misteriosas, intransferibles. afortunadamente para el arte. El piano de Waits tiene argumentos para rato. Queda demostrado.
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