Un nuevo artículo de Xavier Sala-i-Martí.
Una de las consecuencias trágicas de la presente crisis financiera es que se ha tirado por la borda todo lo que los economistas han (¡hemos!) estudiado y predicado durante décadas. Parece que ahora vale todo: cualquier político que desee aumentar el gasto, sólo tiene que explicar que la crisis actual se parece a la del 1929, pronunciar la frase mágica “como dijo Keynes” y ¡zas!, ya tiene carta blanca para dilapidar dinero.
¡Si! Ya sé que los libros de macroeconomía dicen que, durante las recesiones económicas, el déficit fiscal debe aumentar. Y también sé que se asocia esa expansión fiscal a los postulados Keynesianos (aunque, en realidad, todos los macroeconomistas, incluso los clásicos, promulgan la contra-ciclicalidad del déficit público). Lo que los textos no dicen, sin embargo, es que una crisis abre la puerta al dispendio ilimitado a indiscriminado por parte de la clase política. Y es que hay dos maneras de incrementar el déficit: una, aumentar el gasto público y dos, reducir impuestos para que quien amplíe el gasto sea el ciudadano.
¿Cuál de las dos opciones es preferible para luchar contra la crisis? Hay quien dice que la mejor política será la que tenga un mayor “multiplicador” y ejerza un impacto mayor sobre el PIB. Es decir, si aumentar el gasto en 10 mil millones genera un aumento del PIB de 20 y, en cambio, reducir los impuestos en 10 genera un aumento del PIB de 10, entonces dicen que el aumento del gasto es mejor que la rebaja de impuestos. Aunque este razonamiento es común, es incorrecto porque si lo que queremos es generar un aumento del PIB de 20, no hay nada que impida al gobierno reducir impuestos en 40 para conseguirlo.
Para evaluar qué política fiscal es mejor, hay que analizar dos aspectos clave. Por un lado, la eficiencia: incluso en épocas de crisis, los contribuyentes debemos asegurarnos de nuestro dinero no es derrochado. En este sentido, cuando se le da al gobierno la posibilidad de gastar, en seguida surgen ministros, diputados, presidentes de comunidad, alcaldes, y todo tipo de malgastadores patológicos que van a encontrar las maneras más pintorescas de despilfarrar nuestro dinero y que van a tomar decisiones, no con criterios de eficiencia económica sino con criterios políticos y electoralistas (para no ser acusados, por ejemplo, de hacer poco o nada). Eso hace que acaben adquiriendo cosas que no interesan a la gente sino a ellos mismos. Por el contrario, cuando se rebajan los impuestos son los propios ciudadanos los que deciden a dónde va a parar el dinero porque ellos son los que lo van a gastar. Según el primer criterio, pues, el recorte impositivo es superior al aumento del gasto público.
El segundo criterio a tener en cuenta es la inmediatez: ¿qué política tendrá un efecto más rápido sobre la economía? La inmediatez es importante porque las recesiones tienen una duración corta y una política fiscal anti-crisis que surja efecto después de la crisis es inútil. En este sentido, el aumento del gasto público en infraestructuras (como los 33.000 millones de inversión en transportes y medio ambiente propuesto por el gobierno español) requiere concursos públicos, adjudicación de obras, escrituras de contratos, negociación de comisiones (legales y de las otras), etc. Un proceso largo que fácilmente puede retrasar el gasto en años. Y puede que entonces sea demasiado tarde… a no ser que el gobierno lleve a cabo precisamente ese plan anti-crisis porque piensa que la recesión en España durará… pues eso, ¡años!
Algo parecido pasa con la reducción del IRPF: cuando los ciudadanos se den cuenta de que el gobierno les va a quitar menos dinero (y probablemente eso no pase hasta junio, cuando hagan la declaración final), la crisis ya puede haber terminado.
En cambio, una reducción del IVA no tiene el mismo problema: si mañana a las 10 mañana se eliminara el IVA, a las 10 y un minuto la gente vería que lo que antes les costaba 100 ahora les cuesta 90 por lo que los 10 restantes podrían ser utilizados para comprar otras cosas. Del mismo modo, las empresas que tiene que guardar dinero para pagar el IVA, de repente tendrían recursos para gastar. Una eliminación del IVA, pues, sería una transfusión directa e instantánea de dinero a las venas de la economía. La pregunta es: ¿cómo sabemos que los ciudadanos gastarían los euros resultantes de la rebaja impositiva en lugar de ahorrarlos? Pues la verdad es que no lo sabemos. Por esto mi propuesta de política fiscal sería la eliminación del IVA, pero no la eliminación permanente sino temporal. Es decir, se debería anunciar la desaparición del IVA durante el 2009 (o hasta que se acabe la crisis) y su reaparición en el futuro. De ese modo, los precios serán más bajos si y sólo si se gasta en los próximos meses. Eso induciría a los ciudadanos a gastar ahora, que es cuando se necesita. Resumiendo, tanto el argumento de la eficiencia como el de la inmediatez sugieren que la mejor política fiscal para luchar contra la crisis es la reducción o eliminación temporal del IVA.
El problema práctico que comporta eso es que la Unión Europea obliga a sus miembros a mantener un IVA mínimo del 15% por lo que la decisión se tiene que tomar en Bruselas. Pero bueno, quizá ha llegado el momento de que todos los mandarines europeos demuestren que no sólo son chupópteros del dinero ajeno que viven en el cementerio de elefantes políticos y tomen, por fin, una decisión útil y valiente que puede contribuir a amortiguar la crisis: eliminar temporalmente el IVA.
La Vanguardia, 17-12-2008
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