"Los Soprano" nos han acompañado y nos seguirán acompañando durante sus 72 horas de duración. Una maravilla que ha parido la televisión, entre tanta basura van apareciendo de vez en cuando pequeñas joyas, y "Los Soprano" son una de estas. Hay un capítulo de la última temporada que obligaré a ver a todos los chicos que mi hija traiga a casa, quien adivine de que capítulo hablo se llevará un premio, que no se cual es, así que será un premio sorpresa, para el ganador y para mí. Aquí os dejo la crónica que Carlos Boyero publicó en El País cuando la serie terminó. Los rumores hablan de una película, a mi me gustaría ver envejecer cada año a Tony Soprano, y ver como muere en el jardín de su casa, jugando con su nieto.
Éste es el fin, amigo.
En el maravilloso arranque de Si una noche de invierno un viajero (titular puede convertirse en arte mayor) Italo Calvino describía el opiáceo proceso desde que sales a buscar un libro anhelado hasta que te instalas en tu sillón favorito y abres sus páginas. Yo cometí el error de descubrir los primeros capítulos de una serie de televisión que olía a gran cine en la siempre temible versión doblada, esperando una vez a la semana que me siguieran contando la cotidianidad familiar y la salvaje metodología profesional del emperador de los malos, un mafioso gordo, follador, glotón y maquiavélico que una mañana descubrió alucinado y sufriente que la depresión y el llanto también podía cebarse con él por la dadaísta e impronunciable razón de que los vagabundos patos que visitaban su piscina se habían largado hacia otro refugio y que una sensual psiquiatra podía remover sus recuerdos, sus relaciones familiares y jerárquicas, aclarar su torturada cabeza y calmar su dolor.
El nombre de esta droga con inmediato poder de adicción era Los Soprano. Dejé de verla en la tele y espere con paciencia heroica, aunque también compensatoria, a que saliera puntualmente en DVD cada ansiada temporada. Mareaba a los empleados de las tiendas preguntando por la fecha de mi cita de amor, metiéndome el incomparable colocón desde el crepúsculo hasta el amanecer de devorar capítulo tras capítulo, mecido por la voz nasal y la pinta de oso alternativamente canalla y tierno del extraordinario James Gandolfini.
Cuando pensaba que lo que estaba viendo y escuchando era una costumbrista y deliciosa comedia, cuando notaba que me estaba colgando con esos personajes tan humanos y simpáticos, el genial capitán del barco David Chase y su admirable ejército de guionistas te recordaban con violencia seca, transparente, subterránea o espeluznante el reverso tenebroso de tus iconos, la naturaleza, los mecanismos y la metodología de su abominable profesión.
La espera de la siguiente temporada se hacía muy larga, pero con pasión adolescente tenías la certidumbre de que ese amor duraría siempre, que envejeceríais juntos, que no habría abandono, ni traición, ni muerte. Mentira. Después de siete imborrables años, Los Soprano nos han pedido el divorcio, se largan, se esfuman, no sabremos más de ellos, sólo nos quedará su recuerdo. Y a ver cómo coño sobrevivimos sin ellos.
Los muy desdeñosos y vagos han reducido a ocho besos su despedida, cuando lo ritual eran que nos dieran 13. Pero están dados con fuerza, excitación y sabiduría. La vieja guardia de sus directores, encabezaba por Alan Taylor y Tim Van Patten, retorna a la casa paterna para la ceremonia del adiós. Y te preguntas cuál puede ser el final para una saga tan compleja, si el epílogo va a estar a la altura de la originalidad, la imaginación, el talento, la brillantez y la gracia que nos han regalado durante tanto tiempo. Las noticias que nos llegaban desde Estados Unidos aseguraban que la crítica se había derretido con el desenlace, pero que la mayoría de sus fieles y enganchados espectadores andaban mosqueados con la forma en la que ha terminado el romance. Ya lo he visto (no teman, no soy tan sádico como para desvelárselo) y como casi siempre estoy más de acuerdo con el racional gusto de la plebe selecta que con los juicios de la inteligencia exquisita. La imagen final me sabe a poco, me desconcierta, me deja frío. Comprendo la dificultad de la épica empresa, pero deberían de haberse retorcido bastante más el cerebro en esa carta breve para tan definitivo adiós. David Chase, como es lógico, firma el guión y la dirección de la despedida, titulada con justificado orgullo: Hecho en América. No puede ser casual que en los estertores de Los Soprano se homenajee a Scorsese y que aparezcan las voces de Van Morrison y de Bob Dylan. El tributo al impagable regalo que supone la obra de esta gente, también le sirve a los creadores de Los Soprano para sumarse con su excelsa criatura a lo mejor que nos ha dado la cultura norteamericana. Por mi parte, tengo claro que entre las 10 mejores películas de la historia del cine figura Los Soprano. Ya sé que es atípica porque dura 4.300 minutos y nunca se ha exhibido en la sala oscura, pero sólo un necio o un ignorante se atrevería a negarle su esencia de gran cine.
Si el fundido en negro que certifica la defunción de mi idolatrada serie me ha decepcionado, no puedo decir lo mismo de las imágenes y las palabras que clausuran magistralmente tantas películas amadas, remates que perdurarán eternamente en la retina, en el oído y en la memoria sentimental. Lo que cuentan esas películas y la forma de hacerlo es tan hechizante que te daba miedo que llegara el final, salir a la calle, reencontrarte con una vida que siempre te va a parecer menos real y emocionante que la ficción que se desarrolla en una pantalla. Pero esos finales a tanto progresivo y acumulado placer tienen condición de orgasmo, de estremecimiento, la sensación de que es imposible clausurar mejor la fiesta.
Connery cantando su himno antes de ser despeñado del puente, ante la conmovida y orgullosa mirada de Caine en El hombre que pudo reinar. El jocoso e irrebatible "nadie es perfecto" de Con faldas y a lo loco. La despedida entre el Gordo y Eddie Felson, la negativa suicida de éste a pagar la lacerante deuda a su socio capitalista, la seguridad de que ya no es un perdedor aunque le espere el destierro y la ruina en El buscavidas. La puerta que se va cerrando y que deja sin causa y en definitiva soledad a Wayne en Centauros del desierto. Bacall despidiéndose del pianista, del brazo de Bogart y con Brennan llevándoles las maletas en Tener o no tener. La enloquecida Gloria Swanson bajando por las escaleras mientras que Stroheim grita "acción" en El crepúsculo de los dioses. El desolado Nino Manfredi diciéndole a José Isbert que nunca volverá a matar a un reo y éste respondiéndole con escepticismo: "Eso dije yo la primera vez" en El verdugo. Viridiana, su primo y la criada jugando a las cartas en Viridiana. Paco Rabal aceptando la manzana mientras que empiezan a sonar los tambores de Calanda en Nazarín. Diane Keaton observando el tributo de los soldados al marido que le ha mentido, al nuevo rey, en El Padrino. La mirada rota de Pacino, sentado en un jardín invernal, recordando con dolor, en la segunda parte de El Padrino. Cable Hogue, el superviviente a ese desierto en el que encontró agua milagrosa, aplastado por el primer coche que ha visto en su vida en La balada de Cable Hogue. El dolorido relato que le hace a su estupefacto marido Anjelica Huston, en una noche nevada, sobre el perdido y verdadero amor de su vida en Dublineses. El paseo de Pike Bishop y su banda hacia el baño de sangre propia y ajena, reclamando a su amigo y sabiendo que van a morir en Grupo salvaje. La transformación de la llorosa cara de Mia Farrow viendo bailar en la pantalla a Fred Astaire y Gingers Rogers en La rosa púrpura de El Cairo. El desesperado Brando persiguiendo por la calle a su último y asustado tren vital en Último tango en París. Romy Schneider pronunciando el temido "te amo" al apaleado Fabio Testi en Lo importante es amar. Y el más grandioso y lírico que se ha inventado el cine. Ocurre en un aeropuerto con niebla, en una ciudad llamada Casablanca.
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