Parece que tenemos una nueva joya, un nuevo pedacito de cine que alegrará unas horas de nuestra vida. La época de las metralletas Thompson, los tipos duros que fumaban enormes habanos porque sabían que pocos llegarían a mañana, los sombreros elegantes, los zapatos limpios, los trajes impecables, los muertos en callejones, los detectives alcohólicos, las bailarinas hermosas... Os dejo la crónica que Carlos Boyero escribiò para El País, muy buena, pero en el último párrafo me falta "Muerte entre las flores" de los hermanos Coen
Tuvimos noticias cinematográficas del escurridizo y legendario atracador de bancos John Dillinger en la excelente ópera prima como director del hasta entonces guionista John Milius, un narrador con nervio y personalidad, aliento épico y lirismo, alguien capaz de reinventar la historia del último pirata berberisco en El viento y el león, una de las mejores películas de aventuras de todos los tiempos y al que lamentablemente se le atrofió el cerebro con Amanecer rojo, crónica tan delirante como grotesca de la invasión de Estados Unidos por el ejército ruso. Desde entonces, Milius no ha vuelto a levantar cabeza, aunque supone un motivo de esperanza y de alegría ver su casi olvidado nombre entre los creadores de la serie Roma.
Dillinger tenía el rostro de Warren Oates, esa impagable y casi fija presencia en el cine de Sam Peckinpah, un actor que siempre transmite peligro y un punto de locura a sus pintorescos perdedores. Y te asustas ante la posibilidad de que Hollywood, con su fatigosa manía de hacer inútiles o irritantes remakes de películas míticas que no necesitan nuevas adaptaciones, haya perpetrado otra memez habitual resucitando a ese gánster de primera clase en Enemigos públicos. Sólo te tranquiliza y te ofrece garantías de que esta película no va a ser un plagio amorfo, que este Dillinger puede tener autonomía, alma y sello propio, cuando compruebas que viene firmada por Michael Mann y la protagoniza Johnny Depp, un actor tan poco acomodaticio como exigente en la elección de los proyectos que le ofrecen. Y Enemigos públicos no te decepciona. Es una de las mejores cosas que le han ocurrido este año al cine norteamericano, una sucesión de imágenes magnéticas y rodadas digitalmente, diálogos sin desperdicio, una ambientación y una atmósfera que otorgan credibilidad absoluta a la época y los conflictos que te están describiendo, un sentido de la violencia en el que las balas y la sangre adquieren insoportable sensación de realidad, se agradece la ausencia de psicologismo y de moralina, interpretaciones tan sobrias como memorables de protagonistas y secundarios, la capacidad narrativa que acredita a los maestros.
Los personajes de Enemigos públicos existieron, aunque la leyenda que crearon sus sangrientas hazañas se preste a la inexactitud, la exageración, la loa y la mitificación. Que sepamos anticipadamente como va a terminar la acelerada existencia de ese gánster con principios, que el expeditivo ladrón que encarnaba las pesadillas del todopoderoso Edgar Hoover será traicionado y el FBI le freirá a tiros a la salida de un cine, no nos priva del suspense en cada uno de sus tortuosos pasos. También resulta conmovedor su convencimiento de que sólo tiene presente y su historia de amor a perpetuidad con una mujer que intenta imaginarse un futuro imposible. Y cómo no, también impresiona el enorme respeto personal y profesional que se profesan mutuamente el cazador y la presa, el comprensiblemente obsesionado policía Melvin Purvis y el templado rey de las fugas John Dillinger. Esto último no es nuevo en el cine de Michael Mann. Lo había tratado antes con potencia, sentimiento y profundidad en esa obra maestra titulada Heat, en la letal partida de ajedrez entre dos personas entregadas rocosamente a su trabajo, a lo único que saben hacer inmejorablemente, que otorga sentido a sus desquiciadas vidas. Dos personas alarmantemente parecidas. Con la diferencia de que uno es el representante de la ley y la profesión del otro consiste en transgredirla.
El cine de gánsteres nunca ha padecido crisis. Lógicamente aparecen sucedáneos, imposturas y tonterías en género tan ancestralmente glorioso, pero abundan en él las grandes películas. No puede ser casual que los mejores directores del cine norteamericano (y algunos inolvidables estilistas del cine francés como Jean-Pierre Melville y Jacques Becker) lo hayan frecuentado pasajera o duraderamente, que pusieran su talento al servicio de género tan intemporal y seductor. Y su reclamo será eterno para el espectador de cualquier época.
Hago agradecida memoria y descubro que excepto Ford, Lubitsch, Preston Sturges y pocos más, el gremio de los clásicos ha sentido la necesidad en algún momento de hablar de los que huyen de la policía, de pistolas y metralletas como instrumento de trabajo, del riesgo y la tensión que implica vivir, malvivir o sobrevivir al otro lado de la ley. Lo contaron en blanco y negro y en color, por encargo o por vocación, pero siempre con personalidad, transmitiéndonos acción, miedo, piedad, adrenalina e identificación emocional a espectadores que lo más delictivo que hemos perpetrado en la vida es mangar alguna nadería en los grandes almacenes.
El catálogo impresiona. Lo inauguró a lo grande Howard Hawks con Scarface. Huston fue trágico en La jungla de asfalto e irónico en El honor de los Prizzi. Jacques Tourneur aportó fatalismo y sentimiento en Retorno al pasado. Kubrick demostró en Atraco perfecto que éste no existe, que los mecanismos humanos siempre acaban jodiendo la planificación ejemplar. Raoul Walsh retrató a un inquietante psicópata que lograba su meta de alcanzar la cima del mundo antes de morir en Al rojo vivo y mostró compasión hacia el gánster envejecido y acorralado de El último refugio. Te daba mucha pena que acribillaran a los Bonnie y Clyde que imaginó Arthur Penn. También lamentabas que fuera imposible la redención para Carlitos Way en la formidable Atrapado por su pasado, para ese gánster convencido de que "no cambiamos con el tiempo, sólo perdemos fuerza". La firmaba el mejor Brian de Palma, que también retrató el coraje y la tenacidad del incorruptible madero Elliot Ness en Los Intocables y los mortíferos delirios del desclasado y salvaje gánster cubano que devoraba montañas de cocaína y estaba atormentado por irresolubles problemas edípicos en El precio del poder. Shakespeare hubiera reconocido su universo en la terrible y grandiosa saga de El Padrino, aunque Coppola siga empeñado en que lo más personal y creativo que ha realizado sea la impresentable Tetro. El mejor Scorsese despojó a los gánsteres de poética, les mostró tal como son, en lo bueno, lo malo y lo peor, en las geniales Uno de los nuestros y Casino. Enemigos públicos pertenece por derecho a esta ilustre familia.
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