Os dejo un par de críticas de la nueva película de Almodovar. Una misma película y dos visiones distintas. Una crítica es de Carlos Boyero en El País y la otra de Bonet en La Vanguardia.
¿Qué he hecho yo para merecer esto? Carlos Boyero para El País.
Con nula perspicacia e irremediable antipatía pensé ante los primeros largometrajes de Pedro Almodóvar, tan celebrados entonces y añorados ahora por tantos espectadores que se declaraban seducidos por la frescura, la irreverencia, la modernidad, el humor, el posibilismo, la originalidad y el estilo del gurú de aquella cueva de impostura con pretensiones artísticas y lúdicas denominada movida, que la pasión que despertaba su cine entre la vanguardia obedecía a esa cosa tan provisional y epidérmica llamada moda, que sus hilarantes chapuzas fílmicas retratando a una fauna estratégicamente pintoresca y autoconvencida de que los tiempos estaban cambiando serían flor de un día.
Prejuicioso y maniqueo, me costó admitir ante la magnífica ¿Qué he hecho yo para merecer esto? que este hombre estaba dotado de un notable talento expresivo, una pasmosa facilidad para introducir el surrealismo en personajes y situaciones cotidianas, para reproducir con tanta gracia como desgarro la realidad, para plasmar el argot de la calle y el ritmo de la vida, para crear una tipología de seres humanos y de historias tragicómicas con el sello de su universo.
También era evidente que su certidumbre de que era un artista estaba afianzada, que su lenguaje, su tono y sus obsesiones conectaban con una masa notable, con la élite y con los intelectuales, los snobs y los experimentalistas, el diseño y las tendencias. Igualmente desarrolló, como Warhol y Dalí, un sentido impresionante de la autopromoción, de vender inmejorablemente y a nivel internacional hasta el mínimo suspiro que exhala su irresistible personalidad.
Consecuentemente, su cine jamás ha conocido el fracaso comercial, el público se siente en el placer o en la obligación de pasar por la taquilla, independientemente de que salten en estado orgásmico o echando espuma por la boca, su prestigio es absoluto en cualquier lugar del mundo supuestamente civilizado, rodeado de halagos y de esa atención masiva que él sabe crear y que pueden elevar el narcisismo a límites de frenopático, trascendente y progresivamente barroco, consciente hasta la náusea de que cualquier cosa que lleve su firma es un acontecimiento cultural y sociológico.
Y en ese prolífico e hiperpublicitado camino hay aciertos espectaculares como los de esa comedia modélica titulada Mujeres al borde de un ataque de nervios o el sentimiento en carne viva de Átame, momentos y secuencias en las que la inteligencia, la sensibilidad, la audacia, el sentido crítico y la mordacidad de este hombre alcanzan el esplendor en la hierba. Y también bastantes y enfáticos disparates, pretenciosas reflexiones, cine tan hinchado como hueco, vampirismo estratégico de todo lo que su olfato intuya que está de moda en el mercado artístico, tormentos y emociones de plástico aunque pretendan ir lujosamente vestidas, control absoluto en la gestación y el lanzamiento de sus criaturas, la molesta sensación de que hay demasiado cálculo en su permanente ambición de crear arte trascendente. Hablo en primera persona, por supuesto. La expectación que desata su cine, los infinitos premios, el boato que rodea a su obra, la condición que le adjudican de cineasta profundo e inimitable pueden rebatir en cantidad y calidad mis innegociables opiniones respecto a este frecuente y magistral vendedor de humo.
Y a veces te sorprende gratamente. Después de aquella insufrible, cursi y seudolírica oda al violador enamorado en Hable con ella y del retorcimiento espeso y sin gracia de los traumas y los fantasmas de infancia en la grotesca La mala educación, Almodovar habló con brillantez, complejidad, fluidez, dramatismo, encanto, de seres y sentimientos que conoce en la espléndida Volver.
Y en función de su anterior película, me asomo a Los abrazos rotos con esperanza, intentando no volverme majara con el alud promocional que están montando el genio de La Mancha y su oscarizada musa, con la certeza de que me voy a encontrar el careto de ambos hasta en la sopa. Se supone que es un intenso tratado sobre la pasión, la pérdida, el recuerdo y la supervivencia. Hay un guionista ciego que alguna vez vio y fue director de cine. Su dolor parece resignado. Le cuidan una eficiente señora y su discotequero hijo. Inicialmente no te provocan demasiado interés, aunque deduces que hay pasado borrascoso, misterios por aclarar, que Godot va a aparecer. La temperatura emocional es tibia, ni lo que dicen ni lo que hacen presagian que el pasado de esta gente te vaya a remover.
Y aparece la femme fatale. Se lía con un tiburón que para no perderla pretende consumar los sueños de ella, hacerla estrella de cine con un director de primera clase. Pero llega el amor en medio del arte, y los cuernos y la atroz venganza del despechado e implacable villano. Y sigo como un témpano, no dando crédito a los forzados diálogos que escucho, sin que me salpique lo más mínimo el supuesto volcán que está acorralando a los amantes, ni las doloridas y metafísicas reflexiones sobre las heridas irreparables del creador cuando manipulan y alteran el montaje de esa obra amada en la que ha volcado su alma.
Hay infinitas referencias y homenajes a varios clásicos del cine para que captemos el compartido y penetrante mensaje sobre la creatividad que plantean Almodóvar y sus colegas del alma. Y los sentimientos pretenden estar en carne viva, pero como si ves llover. Y lo que observas y lo que oyes te suena a satisfecho onanismo mental. Y no te crees nada, aunque el envoltorio del vacío intente ser solemne y de diseño. Y los intérpretes están inanes o lamentables. La única sensación que permanece de principio a fin es la del tedio. Y dices: todo esto, ¿para qué?
Ruptura Almodovariana. Lluís Bonet Mojica para La Vanguardia
Que los grandes cineastas suelen filmar siempre la misma película, pero aguardamos de ellos que la filmen cada vez mejor, constituye a estas alturas una obviedad. En Los abrazos rotos,Almodóvar quiere evadirse, hasta cierto punto, del que había sido su incuestionable sello artístico: una astuta, irresistible, a veces privilegiada combinación de comedia y melodrama. Siempre con frecuentes raptos surrealistas que trazaban una frontera terriblemente ambigua entre esperpento y melodrama.
El protagonista masculino de Los abrazos rotos,Mateo Blanco (Lluís Homar), tiene serios problemas de identidad. Quiere ser otro, e incluso optará por cambiar de nombre. Se transforma en Harry Caine (no en Harry Lime, que podía ser peor), y ejerce de guionista. Antes fue director de cine; ahora sólo puede escribir películas, imaginarlas, porque está sumido en la ceguera. Un severo castigo para alguien que vivía de y por las imágenes creadas, ahora sólo soñadas. Hay otro elemento en la soledad de este contador de historias: los amores rotos (otro título válido) con Lena (Penélope Cruz), amante de un redomado cínico y buitre que financia una película que ha de convertirla en estrella.
La cinefilia del autor vuelve a reflejarse aquí con imágenes de Ingrid Bergman y George Sanders pertenecientes a Te querré siempre (Viaggio in Italia,1954), una de las obras mayores del maestro de maestros, es decir, de Roberto Rossellini. Pero, más que Ingrid Bergman, Lena/ Penélope Cruz recuerda en muchos momentos - por su peinado-a Audrey Hepburn, otro icono.
Los abrazos rotos supone una ruptura almodovariana que puede desconcertar al público que aguarde otra vuelta de tuerca al estilo de Volver.Aquí se percibe un cambio de registro respecto a su cine anterior. Lo cual puede ser bueno para el futuro, pero algo desconcertante para ciertos espectadores. En este ejercicio - no siempre logrado, cabe decirlo-de cine dentro del cine, sólo encontrarán al Almodóvar previsible en la secuencia de la falsa película que se incluye al final, titulada Chicas y maletas.Un remake de Mujeres al borde de un ataque de nervios.
Cap comentari:
Publica un comentari a l'entrada