dimarts, 15 de novembre del 2011

El mejor equipo de la historia, Brasil 82

Sólo recuerdo haber llorado una vez después de un partido de fútbol, tenía once años, mi hermano mediano había sido operado del corazón con ocho años, tenía a los papas en Barcelona, en la Clínica Sant Jordi, al lado de Sarrià, y yo en Cornudella, ante un televisor en blanco y negro, solo, viendo un partido de los brasileños, un equipo plagado de nombres míticos, Zico, Sócrates, Eder -mi jugador favorito-, y perdieron ante unos italianos bravos y con un Paolo Rossi increíble.
Os dejo un artículo de este equipo irrepetible, que jamás volveremos a ver, ahora todo es resultado, resultado y resultado y el buen fútbol de ahora -según dicen los expertos-, es el horizontal, de pases y posesión. Se ha olvidado la magia.

Os dejo este artículo de la IMPRESCINDIBLE revista Jot Down.


Brasil 82: el fútbol que cayó del cielo
E.J. Rodríguez

¿Asustaban al rival con su sola mención ya antes de salir y pisar el campo? Sí. ¿Fue uno de los mejores equipos de todos los tiempos? Sí. ¿Era quizá la más formidable maquinaria ofensiva que ha visto el fútbol? Sí. ¿Podían llegar a jugar como se había visto pocas veces y como probablemente nunca más se ha vuelto a ver? Sí. ¿Era una constelación irrepetible de genios del balón, algo tan excepcional que ni su propio país ha podido replicar? Sí. ¿Eran los favoritos para ganar el Campeonato Mundial de 1982? Sí. Pero ¿fueron campeones? No. Los caprichos del destino impidieron que la última generacion de dioses brasileños del fútbol se coronase como parecía escrito en la profecía.

Tomemos por ejemplo el Barcelona de Guardiola: es como una orquesta perfectamente entonada tras años y años de academia, en la que hay algún que otro virtuoso improvisador capaz de salirse ocasionalmente del guión, pero que básicamente interpreta una ordenada sonata que sigue al pie de la letra lo que dicta la partitura. Pero imaginemos ahora un equipo que era como uno de aquellos grupos de jazz en los que no había partitura —o a la partitura no se le hacía caso— y en donde cada instrumentista era un virtuoso con tendencia a inventar sus propias melodías, hasta el punto de que ni ellos mismos sabían qué música iban a estar tocando unos pocos compases después. Un equipo que era como el “be-bop” del fútbol, al que resultaba casi imposible frenar porque resultaba casi imposible prever. Un equipo al que ya se le había otorgado la copa de campeón antes de iniciarse el Mundial porque nadie podía imaginar que semejante conjunción de talentos fuese a encontrar un rival cuya defensa no fuesen capaces de doblegar. Un equipo que durante el Mundial marcó quince goles en ocho partidos, más de los que los campeones marcaron en todos sus once encuentros. Una escuadra de maravilla, los X-Men del balompié.

Pero los hados del fútbol no siempre son justos, o consideran que la justicia nada tiene que ver con el arte.

El equipo que tenía que ganar
Brasil tenía una deuda pendiente con la Historia. Ya habían ganado tres títulos mundiales en cuatro ediciones, gracias a un par de generaciones de futbolistas extraordinarios (la del 58 y la del 70) que habían reunido más técnica e inventiva individual que ninguna otra escuadra hasta entonces. Dos oleadas de jogo bonito representadas —que no resumidas— por el legendario Edson Arantes do Nascimento.

Pero los años setenta habían sido decepcionantes. En 1970 los brasileños habían asombrado al mundo con lo que muchos consideraron entonces el equipo de fútbol más grande de todos los tiempos, llevándose el título casi por aclamación cuando apabullaron a los italianos con un rotundo 4-1 en la final. Pero en el campeonato de 1974, huérfana de Pelé, la “canarinha” intentaba en vano apurar los últimos posos de aquella generación de fábula y se presentó en el torneo insegura y titubeante: en la segunda fase de grupos fue enviada a casa por la Holanda de Rinus Michels, que estaba inventando el fútbol moderno (el “fútbol total”) y que hizo que el “fútbol samba” de los brasileños pareciese repentinamente anárquico y obsoleto. También en el siguiente Mundial, en 1978, tuvo Brasil un comienzo algo dubitativo, pero en la segunda fase el equipo se puso las pilas: los nuevos valores brasileños empezaron a carburar. Sin embargo, tras un tenso empate a cero con Argentina, los brasileños quedaban fuera del torneo a causa del “goal average”, ya que los argentinos le hicieron seis tantos a Perú en la última ronda (goleada que despertó todo tipo de sospechas y habladurías). En todo caso, ni en el 74 ni el 78 acudió Brasil al campeonato con un plantel que hiciese olvidar a sus ilustres predecesores del 58, 62 y 70. El fútbol de carnaval había dado el relevo al más ordenado y sistemático fútbol europeo y Brasil ya no dominaba el cotarro. Incluso en su propio continente parecía haber sido superado por el fútbol argentino, que estaba más cerca de los planteamientos europeos que de la pura improvisación brasileira, y que se había llevado un título mundial. Título polémico, pero título al fin y al cabo.

Todo este aparente declive cambió en las fases previas del Mundial de España. La efervescente cantera brasileña había producido otra cosecha de Gran Reserva, una absurdamente brillante colección de talentos que durante la fase de clasificación y los amistosos previos había demostrado con claridad una verdad temible: no había ningún tipo de jugada ofensiva que aquellos tipos no fuesen capaces de elaborar. Literalmente. Sus momentos de inspiración, aquellos clímax futbolísticos en que los brasileños empezaban a improvisar como si estuviesen siendo iluminados por fuerzas celestiales, dejaban boquiabiertos a los espectadores y sembraban pánico entre los rivales. Cualquier combinación de pases y cualquier carambola ofensiva, por extraña o improbable que pudiera parecer, podía ser ejecutada por las botas encantadas de aquellos magos del balón. Se los comparaba sin complejos con los fabulosos equipos que le habían dado tres títulos mundiales a Pelé.

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